El mundo. Europa. España. Cataluña. Lérida. Cervera. El hogar, la cuna. La puerta del garaje esta bloqueada. La hoja metálica se yergue. Al fondo, una portezuela casi dibujada sobre una falsa pared. Detrás, un museo. Y una colección de joyas gastadas, apiladas con orden y decoro. Una ristra de monos alineados por añada. Restos de patrocinadores de otras edades. Hileras de cascos que parecen trofeos de caza. Y botas. Huele a cuero entremezclado con notas de gasolina. Varias motos reposan sus esqueletos sobre borriquetas. Hay herramientas por doquier. Hay color.
Es un desván hinchado de recuerdos. Un haz de sol hiende el cuarto, de unos 20 m2. El polvo revolotea al trasluz. Toques de misticismo. Una sacristía del motociclismo. "Gracias a mi padre todo esto está conservado", explica Álex Márquez, el pequeño de la casa. Julià Márquez, el culpable, cabeza del clan, anda finiquitando la jornada con la excavadora.
Él era el que anclaba el remolque al coche cada viernes por la noche para salir de gira con el Moto Club Segre junto a Roser Alenta, su mujer. En una de esas incursiones, mientras Julià oficiaba de comisario y Roser emparedaba bocadillos, Marc Márquez (Cervera,1993) se descubrió piloto. Imitando posturas, como un pequeño púgil mimetizando gestos de ring, convenció a su padre de su locura.
Un kart de Alonso
Aquella locura, de nombre Yamaha Piwi, necesitó acodarse en unos ruedines para no terminar amorrada contra el suelo. Esa minúscula máquina, el génesis, un regalo de Reyes de 1997, también está arrinconada en el garaje. Y un kart de la marca Fernando Alonso con su número, el 93. En ese mismo espacio de recreación, el piloto se dejó miles de horas de su vida.
Y continúa. "Aquí pasamos mucho tiempo con mi padre", admite Marc, rememorando minuciosamente cuanto allí ha sucedido todo este tiempo. "Mira, aquellas botitas rojas fueron las primeras que llevé, y aquél mi primer casco", señala con la nostalgia de una estrella de rock lustrando sus viejas guitarras. La última descansa bajo una lona al fondo del box de cada gran premio.
¿Y las vitrinas? Una pequeña alcoba alberga la sala de trofeos. Sobre varias estanterías se arraciman cientos de copas y galardones. Entre tanto metal se escabulle el casco con el número 1 dorado que Marc se embutió en Cheste, en noviembre del año pasado. Todos los trofeos están colocados por fechas. Aunque alguno no es del agrado del campeón.
Sus comienzos
Fuera, en la calle, a escasos metros de su casa, entre campos de cereales, olivos y almendros, discurren como arterias de arena los caminos que formaron su primer circuito. "Siempre salíamos por estos lugares a aprender", recuerda Marc. Sus días se extinguían entre visitas al colegio, correrías campo a través, bicicletas y apaños en el pequeño taller casero en el que tanto aprendieron él y su hermano. "Casi no íbamos al pueblo, siempre estábamos por nuestro barrio", añade Márquez.
De niño se tiraba en bicicleta por los callejones del centro
Un área residencial que idolatra a su vecino. Penden cartelones y sábanas con el número 93 en algunos adosados. El cariño ondea al viento.
Cervera, capital de la Segarra, una comarca árida con una intrincada historia, es un refugio, el punto de retorno, un viejo recinto amurallado desde cuya atalaya domina el mundo, su mundo. "Aunque no todo es tan bonito por vivir en un pueblo. Tengo tranquilidad, soy uno más, pero", lamenta, siempre sin torcer el gesto. Alguien golpea con los nudillos a la puerta de su casa. "¿Está tu madre?", pregunta el desconocido. "No", responde. "Es para ver si me firma unos pósters", replica el cerverí. "Todo el mundo sabe dónde vivo", cuenta, y se encoge de hombros. No refunfuña. La asunción de la popularidad no es fácil, pero sus férreos valores familiares le han enseñado a ser respetuoso, transigente, humilde...
"¿Nos vamos a dar una vuelta por el pueblo?", sugiere el piloto, cicerone en sus dominios. "Quedamos en la Plaza Mayor", informa, y aborda un Renault Clio Sport de un amarillo metálico que le han dejado para probar. Unos minutos más tarde, Márquez emboca la Calle Mayor y aparece en la plaza de la Paeria (ayuntamiento), un edificio barroco que impulsa la vida en Cervera. Marc busca acomodo junto a un soportal. Rafael, un guardia municipal, no lo apremia para que cambie de aparcamiento. "El campeón puede aparcar aquí donde quiera", bromea y le palmea la espalda..
Restaurante-Club de fans
Hora de comer. Marc, su hermano Álex, Alzamora y Roser descienden por una escalinata horadada por el paso del tiempo. El restaurante L'Antic Forn, escondido en el cogollo medieval, es casi un club de fans del 93. Fotos, carteles y algún recuerdo personal del piloto jalonan las paredes de un horno tradicional. Huele a pueblo. "Aquí todos los productos son de la tierra", anuncia la madre de Marc, que saluda al restaurador Eugenio Ortiz.
"¡Mira qué género!", exclama el propietario, "sin conservantes ni colorantes", y exhibe una caja con lamas de madera repleta de tomates orondos. La extiende y Roser los examina con las manos, con fruición de hortelano. "De la huerta, ¿no?", pregunta Roser. Marc ríe ante la escena. "Aquí todo es natural", afirma, satisfecha, mirando a sus hijos. Y oficia de maitre: "Cómete unos caracoles a la llauna", aconseja, descartando la hoja de menú. Emilio pide conejo. "Yo, algo de pasta", interpela Marc. "Y meló amb pernil (melón con jamón)". La dieta es fundamental, sobre todo en días de asueto. "A Marc le encanta el dulce", cuenta su madre. "Pero está prohibido", salta el piloto, que en su primer año en el Mundial no debía cohibirse tanto. Era tan liviano que debían lastrarle la moto con placas de wolframio y plomo para llegar al mínimo exigido por el reglamento en 125.
Con la mesa monda, no hay mucha sobremesa. "¿Seguimos?", invita Alzamora, que pese a sus constantes visitas a Cervera aún no conoce las entrañas de un pueblo que hunde sus orígenes en el siglo XII. "Vamos a ver este callejón que es muy bonito", explica Marc. El Carrerò de les Bruixes (callejón de las brujas) es una de las maravillas de un pueblo famoso durante siglos por los aquelarres. Marc va delante. "Si vieras los correfocs", dice Roser. Este callejón es un carrusel de disfraces en la Fiesta de las brujas que se celebra en agosto. Un tubo porticado estrecho y oscuro.
La guardería
El callejón de los aquelarres termina en una callejuela escarpada. Por aquí me tiraba en bici al salir del colegio. El costalón es muy pino, da vértigo. Y después de ascender, se accede a la Calle Mayor. Márquez se detiene. "Esperad, vamos a un sitio", espeta, tras pensar durante unos segundos. Y toma una bocacalle hasta asomarse a una puerta metálica. "Ésta era mi guardería, la Sagrada Familia". Cuando el piloto era un infante, su abuelo iba a recogerlo allí en un Nissan Patrol. "Siempre traía mi bici", comenta. Y con la misma frecuencia repetían aquella rutina.
El Carrer Mare Janer es una lengua de asfalto que desciende hasta desembocar en un parque. "Mi abuelo se ponía en medio de la carretera y paraba el tráfico para que yo me tirara por aquí". Resplandecen sus ojos. Los primeros coqueteos con la velocidad. Después llegaron las trampas de la Federación catalana para que pudiera competir pese a su pequeña envergadura. "Tenía tanto talento que sólo podía correr con mayores", recuerda a menudo Ángel Viladoms, su presidente, que hace tiempo calificó a Márquez como "un culo privilegiado". Para ir rápido en moto también las posaderas han de ser sensibles.
Posaderas y mucho sacrificio. "Marc y Álex siempre han sabido cuáles eran nuestros valores y lo que cuesta conseguir las cosas. Y espero que no cambien", advierte Roser, la vara con la que ambos hermanos miden todo aquello que los circunda. Por eso el afán, el esfuerzo constante, la generosidad, la mirada siempre temerosa hacia lo desconocido.
Otro miembro de la familia es su preparador físico, Genis Cuadros. Con él, el ilerdense tonifica el talento, "sin gimnasio, eh, que no es bueno coger mucha musculatura", puntualiza. Su puesta a punto es muy básica. "Bici y piscina", detalla Marc, y poco más. Nosotros no somos muy modernos". Ni falta que les hace.